Leyéndome podría pensarse que estoy encantado de conocerme.
Evidentemente, no es eso a lo que aludía con el título de mi anterior entrada,
sino a la capacidad que tiene la palabra de generar imágenes tan vívidas que
pueden moldear realidades o conformarlas, hasta el punto de que si uno se colma
de determinados predicados, esas frases conjuradas determinan la visión del
mundo y de sí mismo y, consecuentemente, la manera como nos relacionamos. Por
ello parece deseable que esos enunciados que pueblan nuestra mente sean de
naturaleza positiva. Podría entonces aducirse
que con la cabeza llena no cabe ver las cosas como son, sino que
entonces las vemos como somos, según pensamos y sentimos. No acaba de entenderse
bien por qué tendríamos que renunciar a esta manera de ver tan personal, con la
que nos identificamos y sin la cual parece que perdemos identidad, dejamos de
ser nosotros mismos. ¿Por qué habríamos de proceder de otro modo? No se trata
tanto de dejar de ser uno mismo como de ver cómo uno es en el mundo. Tener la
mirada global que nos incluye nos permite ver la totalidad de lo que hay con
imparcialidad. Al mirar hacia fuera vemos las cosas a través de nuestros
filtros, que actúan como prejuicios, sin ser conscientes de ellos o sin
tomarlos en cuenta. Así parece poco menos que milagroso ponerse de acuerdo con
nadie. La vida en solitario no se sobrelleva sin altas dosis de amargura. Estar
solo es estar aislado frente al resto del mundo. Esto, que puede sonar muy
heroico, es en realidad un contrasentido fenomenal, un absurdo. No hay ninguna
necesidad de recortarnos de tal modo contra el fondo. Existe un mar de
imbricaciones en el que estamos inmersos. Para no ahogarnos en ese mar sólo
necesitamos seguirnos de cerca, conocernos a fondo, reconocer nuestros tics,
nuestros automatismos, la corriente de pensamiento que tiñe nuestra forma de
interactuar con el mundo, ¿hasta qué punto resulta provechosa para nosotros y
para el mundo? ¿Es preciso plegarse a estos dictados o es posible y preferible
actuar de un modo alternativo? Aquí es donde puedo afirmar que estoy encantado
de tener la posibilidad de conocerme día a día, momento a momento, segundo a
segundo. La vigilancia, en este sentido, es la participación de la vida; las
distracciones son patinazos que nos hacen perder contacto con la realidad, dar trompos
y volteretas que nos sacan del área. En esos momentos estamos solos y es como si
estuviéramos muertos. ¿Podemos estar conscientes de estas distracciones, de
forma que las integremos en el proceso de atención total? ¿Podemos atender a
nuestros sueños, nuestros ideales, nuestras ilusiones, nuestros prejuicios,
nuestras proyecciones, de modo que no nos confundan ni nos alteren, ser
conscientes de su influencia para modularla, adaptándola a la necesidad del
momento de la manera más inclusiva? Si no podemos es que estamos echados a
perder o ya perdidos, debemos reencontrarnos. Este proceso de atención
vigilante es lo que entiendo por meditación, aunque habrá quien entienda que
eso es estar empanado y que no hay necesidad de complicarse tanto la vida. La
vida se complica cuando somos ciegos a nuestra interpretación, cuando la
obviamos por connatural, entonces es cuando andamos tropezando con nuestras
limitaciones y puede decirse que vamos pisándonos los cordones sueltos. El acto
meditativo es tan sencillo y tan fecundo que da miedo. Es el facilitador de la
acción correcta. Al mismo tiempo es tan contranatural que da pereza. Uno se
consiente y se da licencias para pendejear y ser un pinche mamón con tal
facilidad que no hacerlo le hace sentir a uno retorcido y complicado. Si alguien
me entra preguntando con sarcasmo si tengo un altar u hornacina en mi casa,
donde hacer ofrendas florales a los tres monos sabios, o si me basta con el
espacio de mi estructurada mente para hacerlo, la reacción más natural será
mandarlo a moler cacao, tostar cacahuetes y/o freír plátanos pero, bien
pensado, nadie suele venir a obsequiarte con tan sustanciosas sentencias de
forma gratuita, así que quizá venga en pago de alguna producción previa a mi
cargo que, por las razones que sean, le han soliviantado. Reconociendo mi
ignorancia, me disculparé por la posible ofensa que le haya provocado y me
interesaré, en consecuencia, por sus razones, por si en ellas se contuviera
alguna enseñanza que pudiera aprovecharme. El siguiente paso será informarme
sobre el simbolismo de los tres monos sabios. Ahora empiezo a entrever el
sentido de ‘mente estructurada’: resultado de un aprendizaje que conduce a
actuar de determinada manera ante determinados estímulos. A mi modo de ver,
actuar en base al reconocimiento del misterio y la propia ignorancia es una
forma muy abierta de adaptarse a la experiencia, pero podría estar engañado.
Ver, oír y observar el consecuente correctivo sin juzgar parece ser el significado
óptimo del símbolo en cuestión, aunque también se interpreta como no escuchar
el mal, no observarlo y no reproducirlo. Como no estoy en la piel del otro no
sé qué puede pasarle por la cabeza cuando me ve o me escucha o dice algo sobre
mí, ni en qué condiciones lo hace. En principio tiendo a sentirme ofendido por
el tono de la interpelación, una pregunta retórica que parece burlarse de mi
forma de proceder, sea como sea que la entienda el otro. Interpreto el símbolo
como una alusión a mi empeño por permanecer en mi limitada comprensión del
mundo y me siento herido, incomprendido e injustamente juzgado, pero puedo
darle la vuelta e interpretarlo como una invitación a disolverme en la
panorámica que se me presenta, atender a la voz de la representación y no
precipitarme en mi dictamen sino ver qué pasa y si lo que pasa es conforme a su
precedente o si requiere de una acción correctora. Visto así, cambio la
presunta ofensa por una valiosa enseñanza y todos salimos ganando.
Ups, no era esto a lo que me refería. ¿Dónde tengo la cabeza?
Estos son los originales que figuran en el templo Toshogu, al norte de Japón.